La bondad no cuesta nada


“Aunque sean frijoles y tortillas, pero algo es algo”, solía decirle mi abuela Chepa a una casa llena de gente. Su casa nunca estaba vacía ni callada y alguien siempre estaba comiendo algo. Gente que incluso después me enteré que ni siquiera estaba emparentada conmigo siempre estaba ahí, en especial a la hora de comer. La casa siempre tuvo un distinguido olor a gato, aunque durante esa época no me había dado cuenta de lo que era el olor. La puerta nunca estaba cerrada y los niños de la cuadra siempre sabían que doña Chepa les tendría algo listo para comer… a fin de cuentas, hasta los gatos del barrio se dieron cuenta.

Recuerdo que en los fines de semana todas las mujeres reunían el dinero que tenían para poder ir al mercado y comprar la cena del día. Mi abuela siempre ponía un poco extra para sus gatos. A la hora de la merienda alguien imprevisto siempre llegaba esperando poder compartir un poco de la deliciosa comida. Algunas veces, algunas de las mujeres que habían contribuido monetariamente a la comida desaprobaban por qué alguien que no había contribuido podía llegar y sentarse a comer. La respuesta de mi abuela siempre era que “un plato de comida no se le niega a nadie”. Constantemente escuchaba de las hermanas de mi abuela y de otros parientes decirle con enojo que no debía dejar que la gente se aprovechara de ella, pero mi abuela nunca les puso atención.

Muchos años después, en una fiesta familiar, estaba conversando con una señora que constantemente veía en reuniones familiares. Ella y sus hermanos siempre le decían tía a mi abuela, pero nunca pude relacionarlas con nadie en mi familia. Ese día me dijo que todas las veces que su madre la había llevado a ella y a sus hermanos a la casa de mi abuela en busca de comida era porque su madre era muy pobre como para poder proveer una comida diaria. Entonces, por un segundo cerró los ojos y dijo: “los tacos de frijoles que nos daba tu abuela me sabían tan ricos”. Fue entonces cuando entendí a lo que se refería mi madre cuando decía que mi abuela era la persona más noble que nunca conocería. Y en efecto, lo fue.

“De mi abuela aprendí que está en las manos de uno, nunca permitir que alguien esté hambriento. Para mi abuela eso significaba comida para el estómago, para mí significaba comida para el cerebro. “

Quiero recordar a mi abuela al contar su historia, y de alguna forma continuar sus enseñanzas. Aunque proveerle a alguien comida no es mi historia, brindarle a la juventud una oportunidad de continuar su educación sí lo es.

En las comunidades chicana/latinas, siempre ha sido muy común para nosotros brindarle algo a alguien, ya sea comida, ropa o dinero. Diría que desde una temprana edad, se nos enseña que como mujeres somos cuidadoras y es inhumano ver a alguien necesitado sufrir, en especial otra mujer. Con esta tradición en mente, la Fundación Chicana/Latina ha creado ese círculo de cuidadoras. La necesidad de una guía es lo que nos permite, como círculo, alimentar el hambre de un mejor futuro, un futuro educado.

Una comida como tal puede que no esté en mi menú, pero lo que aprendí de mi abuela es que la amabilidad y el entendimiento no cuestan nada.

 

La cronista Blanca Hernández fue criada en lo que se considera una familia de bajos ingresos; sin embargo, nunca pensó de sí misma como pobre dado que siempre tuvo un techo sobre su cabeza, un plato de comida en la mesa y el amor de su familia. De su abuela, aprendió que las cosas más importantes en la vida son gratuitas y de su madre, aprendió que lo más importante en la vida es gratis y que no hay tal cosa como dejarse vencer. Siempre y cuando haya vida, habrá algo por lo que seguir luchando. La historia de Blanca fue redactada para el taller de la Fundación Chicana Latina (CLF) titulado “The Power of Storytelling” (Cómo contar tu historia).

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